Imposiblemente alejado de toda tierra
firme como ningún otro archipiélago en el planeta, las islas de Hawái emergen
con vigor y furia incontenible de las profundidades oceánicas. Una de ellas, la
más grande, todavía humea, tiembla y regurgita como un dragón a la deriva. De
hecho, la cumbre de Mauna Kea, con sus 4500mt por encima del mar y los 6000mt
más que descienden hasta lo más profundo del Pacífico es la mayor montaña del
planeta. La “Big Island”, dónde Karen y yo hemos estado de vacaciones, es una
isla dura y salvaje, todavía en proceso formativo, desfigurada por las grises
cicatrices de ríos de lava que surcaron y siguen surcando las masivas laderas
de Mauna Loa y Mauna Kea y a la vez fascinante por su diversidad de paisajes,
por su rica cultura polinesia y por el mar infinito que lo domina todo.
Evasión es la primera palabra que me
viene a la cabeza cuando pienso en las razones de nuestro viaje. Hay viajes en
los que el deporte o la familia o los amigos son el objetivo principal, pero en
esta ocasión fue lograr un estado de puro relax, hacer cura de Facebook y de chismes
electrónicos y empaparnos del clima perfecto, de los lujuriantes bosques
pluviosos, las aguas cristalinas llenas de peces de colores, las piñas, los
cocos y las papayas y sentirnos ridículamente pequeños ante el poder ígneo de
la isla. Al llegar a Kona (el centro
turístico de la isla) alquilamos un coche y de allí nos dedicamos a explorar la
isla sin rumbo fijo, combinando acampada en varias de las playas que tiene
camping con alguna que otra noche en hostales y casas particulares.
La omnipresente y acaparadora presencia del
mar: infinito, puro e indomable. La mayoría de días siempre se hallaba a vista
y muchas noches dormimos bajo el fragor de su rítmica respiración. La Big
Island es una isla relativamente “nueva” y eso hace que hayan pocas playas de
arena fina (las hay), la costa acostumbra a ser escarpada e inaccesible y el
mar amenazador. En él vimos ballenas y nadamos con tortugas, tiburones y peces
de mil colores.
El lado oeste de la isla, dónde se halla
Kona y la mayoría de playas de arena y grandes hoteles, es semidesértica y
luminosa, con vastas extensiones de lava endurecida, plantaciones de café y las
ruinas de algún que otro enclave antaño usado por los isleños. En cambio, el
lado este, es perpetuamente verde y exuberante, los chubascos son frecuentes y
la costa es menos amistosa (aunque el surf es excelente). Hilo es la principal
población de este lado de la isla y es encantadora, con sus edificios rústicos
y coloridos y sus bien cuidados parques. Una cosa nunca cambia, y es que en
ambos lados la temperatura es siempre perfecta (hasta los mil metros de altura
mas o menos) a partir de ahí, empieza a refrescar de noche.
Nuestras excursiones a algunas de las
playas desiertas de la isla fueron de lo mejorcito. La noche que pasamos
acampados en Pololu, en el extremo norte de la isla, fue inolvidable, entre
acantilados de 300mt , bajo la sombra de los Iron trees y el ensordecedor
embate del mar.
El vulcanismo de la isla es formidable.
En el “Volcanoes National Park” se tiene la rara oportunidad de acercarse a ver
las entrañas vivas de la tierra como en ningún otro lugar del mundo. Cráteres
humeantes, lagos y ríos de lava son curiosamente accesibles gracias a la baja
explosividad del vulcanismo. Además, toda esta crudeza piroclástica se halla
rodeada de una lujuriosa jungla de o´hia y helechos gigantes que te hacen
pensar que estás en “Jurassic Park”. Un día los dos hicimos una dura travesía
entre la espesura hasta el cono de Puu’Oo, la fuente actual del rio de lava que
desciende hasta la costa de Puna.
Pero bueno, voy a dejar de escribir tanto
y os dejaré con unas cuantas imágenes del viaje: